lunes, 18 de mayo de 2009

UNA ROSA PARA DON MARIO.










Hay primaveras que se empeñan en ser inviernos. Ésta es una de ellas, de oscuridad persistente. Y, encima, se me muere don Mario. Es, junto con Juan Ramón, poeta de cabecera para mí. Del uno admiro su sonora espiritualidad, del otro su compromiso y su llaneza. Las obras de ambos son biblias imprescindibles que ayudan a sustentar el difícil equilibrio de mi persona.
Se ha llevado a don Mario el avanzado otoño uruguayo y parece como si toda la tristeza de la estación se hubiera trasladado hasta aquí, en una transmutación de hemisferios. Para él, rosas de mi patio...
Quisiera poder decir muchas y muy inspiradas palabras en homenaje suyo. Pero mejor callar y dejar que él lo ocupe todo. Por muy negros que sean los días, siempre quedará su palabra para iluminarlos.

PASATIEMPO

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía

luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era océano
la muerte solamente
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros

ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.


Mario Benedetti


AUSENCIA DE DIOS

Digamos que te alejas definitivamente
hacia el pozo de olvido que prefieres,
pero la mejor parte de tu espacio,
en realidad la única constante de tu espacio,
quedará para siempre en mí, doliente,
persuadida, frustrada, silenciosa,
quedará en mí tu corazón inerte y sustancial,
tu corazón de una promesa única
en mí que estoy enteramente solo
sobreviviéndote.

Después de ese dolor redondo y eficaz,
pacientemente agrio, de invencible ternura,
ya no importa que use tu insoportable ausencia
ni que me atreva a preguntar si cabes
como siempre en una palabra.

Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche
desgarradoramente idéntica a las otras
que repetí buscándote, rodeándote.
Hay solamente un eco irremediable
de mi voz como niño, esa que no sabía.

Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza
no tener oración para morder,
no tener fe para clavar las uñas,
no tener nada más que la noche,
saber que Dios se muere, se resbala,
que Dios retrocede con los brazos cerrados,
con los labios cerrados, con la niebla,
como un campanario atrozmente en ruinas
que desandara siglos de ceniza.

Es tarde. Sin embargo yo daría
todos los juramentos y las lluvias,
las paredes con insultos y mimos,
las ventanas de invierno, el mar a veces,
por no tener tu corazón en mí,
tu corazón inevitable y doloroso
en mí que estoy enteramente solo
sobreviviéndote.

Mario Benedetti



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