domingo, 3 de mayo de 2009

VOLVER A LOS 16.

Quién no ha tenido alguna vez tal anhelo. Ayer me permití ese lujo en La Rábida. Regresé a mi viejo Instituto Politécnico treinta y tres años después. Él sigue igual. Es evidente que el viejo soy yo, aunque este lujo de tarde primaveral me ha permitido rebrotar de verdes recuerdos juveniles.
Qué curso tan intenso. Sólo seis asignaturas, pero qué seis asignaturas. Mi primer contacto con la lengua inglesa, que tanto ha significado luego en mi vida. Cuantísimas horas de estudio. Sacrificio y buenos resultados. El orgullo del tiempo bien aprovechado. Compañeros y profesores, (que andarán ya por encima de los ochenta), desfilan ante mí en perenne juventud.
Todo aquel querido ámbito se me llena de caras, voces, momentos, con permanente sabor a chicle Cheiw.


Tengo incluso la suerte de que un amabilísimo guardia de seguridad me abra mi residencia Torreumbría, aquella en la que el Opus Dei hizo desfilar ante nosotros, en 1976, a todas las voces de la Huelva del momento, desde las más progresistas a las más carcas, poetas, cantautores, autoridades varias. Querían prepararnos para la España que venía y de qué forma lo lograron. Me introduzco en ella y la encuentro toda cambiada. Me dejo fotografiar ante lo que era la puerta de mi habitación y ante el lugar que ocupaba la antigua sala de televisión, allí donde nos dejábamos cautivar por Íñigo y sus cantantes y por un mago Adolfo Suaréz con la Ley para la Reforma bajo el brazo. Me parece volver a escuchar la moderna campana de barras que llamaba a misa al ocaso y al cura Carrasco, con el que más de una tarde celebré el Sacrificio en pareja.
Novatadas, dormitorio de cuatro, buscarse la vida para poder dormir cuando los otros estudiaban, la tabla periódica en sueños, don Vicente comiendo en mi mesa y la naranja desangrándose entre el cuchillo y el tenedor, la Casa Saltés allá en la esquina aún sonando a Quilapayún y a tardes de cineclub.
¡Dios mío, cuánta riqueza!










En estos días en que tanto joven rechaza seguir formándose y abandona estudios, en los que la palabra sacrificio se cambia al peso por dudosos placeres de almoneda, yo volvería a caminar entre arriates en La Rábida y a charlar con el viejo franciscano jardinero que se interesaba por mis cosas, mientras mimaba a sus rosas, y volvería a dejarme los ojos entre mis amarillos apuntes que aún conservo. Volvería a "malgastar" mi juventud de la misma manera. ¡No saben lo que se pierden...!

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