sábado, 26 de marzo de 2011

EDIFICIOS.


 




































Siempre me ha interesado más la carne de una persona que su vestido. Aun así, los edificios siguen teniendo para mí un gran poder de evocación. Sala de espera, palacio, iglesia, oficina o cuartel siempre terminan trayéndome miradas perdidas, miedos y deseos de los que por ellos deambularon y es por eso, y sólo en función de eso, por lo que me resultan atractivos. Es la vida por ellos cobijada lo que me emociona. Sentir el pálpito de los que entre sus muros amaron, odiaron, se expresaron y terminaron, como todos, dejándose la vida. Los hay llenos de cotidianeidad o de sobresaltos. Unos que cobijaron grandeza y otros ignominia y vergüenza, felicidad o dolor, unido siempre al devenir de sus moradores.
Mi último viaje a Lisboa, a principios de mes, quise comenzarlo haciendo una parada de homenaje y recuerdo a Miguel Hernández en la antigua alfandega portuguesa donde estuvo preso mientras se gestionaba su devolución a la España de Franco en Rosal de la Frontera, en abril de 1939. La encontré merecidamente ruinosa.  Le esperaban siete días de vejaciones y torturas en este pueblo de nuestra geografía, antes de emprender su periplo de cárceles que le llevaría a la muerte en 1942. Hoy ha rehabilitado su memoria y elevado monumento.
Sus únicas posesiones en este momento eran un traje y dos libros. Previamente había tenido que vender en Portugal el reloj de oro, regalo de Vicente Aleixandre, para procurarse transporte y sustento. Casi con toda seguridad, lo hizo a la misma persona que lo delató y facilitó su captura cerca de Moura.
En esta ocasión yo también tuve que vérmelas con los guardinhas nada más cruzar. Me pararon para revisar documentos en las proximidades de Vila Verde de Ficalho. Su precipitación o impericia les llevó a errar y no darse cuenta de que llevaba el permiso de conducir caducado desde hacía más de dos meses. Lástima de que no hubieran fallado también con Miguel…

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